La nariz de mi memoria

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De todo un poco...

Siempre cierro los ojos para atrapar en mi memoria los aromas de mi vida. Es como si al abrirlos, dejara abiertas las ventanas de mi disco duro y temiera que pudieran escaparse, fugaces, efímeros, casi desagradecidos,  como si las imágenes ensuciaran su esencia, como si pudieran marcharse para no volver.


Porque mi niñez huele a guiso casero a la vuelta del colegio, a subir la escalera adivinando qué menú me esperaba, descifrando las pistas de aquellos guisos de entre los olores de los guisos vecinos. Cada puerta olía distinto y en el rellano de la escalera todos se mezclaban para que los niños jugáramos a las adivinanzas con nuestra nariz.

Cada uno de mis despertares olían a café recién hecho y a galletas mojadas en leche caliente a punto de desparramarse, haciendo equilibrios hasta llegar a mi boca. A ese regustillo a grumos de cacao, deshaciéndose en la lengua. Un despertar a la vida que olía a futuro, a aire fresco, a ilusión, a lista de sueños por cumplir.

Porque la protección huele a dulce, como un pastel de azúcar, y el miedo huele amargo, como un retortijón en el estómago.

En aquellos años los besos olían a perfume de mamá, hasta que un día olieron a loción de afeitado. Habían pasado los años y jugaba a mezclar aromas del otro con los míos, sexo tántrico de adolescencia. Guardaba como un tesoro, hasta la próxima cita, el olor de aquella colonia de sándalo, como la carcelera de un sentimiento, sin saber todavía por aquel entonces, que no hay amor que no pueda escapar por la ventana de su celda, aunque siempre conservaré aquel aroma, que guardé furtiva en mi memoria, ese fue su regalo sin él saberlo.

Y el tiempo pasó sin posibilidad de retorno y descubrí a qué huele un bebé recién nacido. Es el aroma de la vida en estado puro, a sangre fresca, a membrillo, a sudor dulce. Comprendí que no hay cosas que no huelen, que todo tiene su esencia y que algunas se graban a fuego para siempre hasta formar el catálogo de los olores de tu vida.

A pesar de todo, el otoño nunca dejó de olerme a castañas asadas, ni el invierno a menta. La primavera siempre me ha olido a fresas y el verano a sal marina del Mediterráneo.

Aprendí con los años que la decepción y el desengaño huelen igual, a pescado que compraste como fresco pero que en realidad se está descomponiendo.

Comprendí que el aroma del amor se macera con los años, como el buen vino, cuando no se corta y se convierte en vinagre. Luché durante años para que la Navidad no me oliera a grandes almacenes, pero no lo conseguí. Lo que sí conseguí fue disfrutar no sólo de las letras de un buen libro, sino también de su olor, porque también su aroma tenía muchas cosas que contarme.

En definitiva, aprendí a escuchar a la nariz de mi memoria.

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