Peldaño a peldaño
Con algunas de mis ilusiones me ocurre lo mismo que con las galletas que mojo en el café con leche, cuando estoy a punto de llevármelas a la boca, se me rompen, se caen y me salpican, dejándome con la boca abierta y con cara de idiota.
Y es que últimamente tengo la sensación de que es posible tocar el cielo, rozarlo con la punta de los dedos y sin embargo hacerlo sin despegar los pies del mismo infierno. Cielo e infierno contenidos en poco menos de un metro sesenta. Mirar hacia arriba por no mirar hacia abajo.
Cada día subo un peldaño de esta escalera que es la vida, a veces dos e incluso tres, sin contar los que ya he subido, sin contar los que me faltan, pero cuando me canso, no puedo evitar pensar en los que usan el ascensor y suben y bajan y bajan y suben sólo con darle a un botón.
Sé que es poco práctico mirar el huerto ajeno, porque dicen que cada uno recoge lo que siembra y quien siembra vientos recoge tempestades, pero por más que riego mi huerto, que lo abono, que lo cuido, vivo con la incertidumbre de que una ventisca o una tormenta de granizo acabe con lo sembrado durante años.
También soy consciente de que la peor plaga posible es siempre la desilusión, por eso intento desayunármela cada mañana porque, si me la ceno, la termino por soñar y al despertar ni me acuerdo.
Pero soy fuerte porque sé que soy débil, porque me conozco como el peor de mis enemigos y me quiero como el mejor de mis amigos. Así que sé que siempre me tendré a mí misma, y compraré cuantas galletas necesite llevarme a la boca, subiré los peldaños de dos en dos si es preciso y haré de mi huerto un invernadero para que mi cosecha sea a prueba de tormentas.
Y si alguna vez toco el cielo con la palma de la mano y no con la punta de los dedos, me acordaré de cuando mis pies pisaron el infierno.