La historia de mi miedo.
El grito de Munch
Esta es la historia de mi miedo, que ahora anda suelto por ahí. El mismo que un día fue mi amo, mi verdugo y mi dueño. El que quiso acabar conmigo. El que se instaló de ocupa en el hueco que le dejé un día, con avaricia de mi espacio, de todo mi yo.
Ten cuidado y lee atentamente y si te lo cruzas en tu vida, no olvides lo que te voy a contar de él.
Un día, yo quise tener descendencia, fruto de mis ilusiones y mis sueños, que hacían una bonita pareja, pero el miedo me rondaba y me cortejó. La bonita pareja se volvió yerma y murieron sin procrear ni una sola alegría, por modesta que ésta fuera.
El miedo te castra, es un insatisfecho frustrado.
El miedo envenenó las esperanzas que me llevaba a la boca y hasta pasé hambre durante mucho tiempo. Hambre de mí misma, hambre de un yo que antes era dulce y picante, crujiente y apetitoso.
Furtiva, con ansia de calmar mi gusanillo, un día a escondidas y con un valor inusitado en mí, me tragué el miedo para mis adentros. Y allí anidó, como un parásito viviendo a mi costa. Me supo tan amargo que quedó pegado a mi garganta produciéndome una angustia asfixiante, como el aceite de ricino que de niña purgaba mi cuerpo, como el veneno que te mata lentamente.
El miedo es agónico, no tiene compasión, es sádico, incluso lujurioso, porque encuentra placer en ello.
Mi llanto callado entre las sábanas, de puro miedo, se convirtió en mi secreto cada noche, porque ni las lágrimas son libres cuando tienes miedo. Están hipotecadas con dosis de angustia. Llorar por no gritar, no gritar por miedo.
Convertí al miedo en mi ideología. Hice de mi captor, mi líder y le creí a pies juntillas, reverencial como una súbdita, sin pensamiento propio, cortesana de mi rey. Lo hice mío, lo incluí en mi ADN y entonces fue él el que se reprodujo en mí, convirtiéndome en una vulgar probeta de laboratorio que albergaba los pequeños embriones de nuevos miedos congelados que algún día despertarían para poseer a su propia madre.
El miedo es amoral e incestuoso, y yo ya empezaba a tener miedo al miedo, el peor miedo que existe.
Y entré en una espiral, temerosa y apocada, sumisa y anulada, mirando todo el día por el hueco de la escalera de caracol que un día subí con esfuerzo, a una altura de muchos pisos arriba, sintiendo vértigo y agarrada a la barandilla, arañando el último instinto de supervivencia que me quedaba dentro…
Entonces me di cuenta. El miedo a caer definitivamente, a desaparecer por ese hueco, significaba que aún estaba yo misma dentro de mí y no todo mi ser era ese monstruo llamado miedo. Fue paradójico pero al mismo tiempo también muy revelador.
Le miré a los ojos y le aguanté la mirada. Me mantuvo un pulso y por momentos sentí que me ahogaba, pero fue sólo un instante. De tanto miedo que tenía ya no me daba miedo lo que pudiera pasarme, es raro, lo sé, pero el miedo es egoísta y su sobredosis, para su sorpresa, fue mi antídoto. No morí de miedo sino que sané y le mantuve la mirada. Y claro está, él no pudo soportarlo, incluso noté que no comprendía lo que estaba ocurriendo, su criatura se revelaba.
Y el miedo perdió el control y cobarde como es, se marchó con el rabo entre las piernas, sin apenas plantarme batalla porque no está cómodo en espíritus bélicos.
Se largó y abandonó el cuarto de mi autoestima donde se alojaba, su habitación principal. Ya hace tiempo que no sé de él. He oído que anda suelto buscando almas sumisas a las que doblegar. Dicen que está en racha, que en los tiempos que corren hay muchos sueños y esperanzas que castrar, muchas ideologías que adoctrinar… Ten cuidado si te lo encuentras y dale recuerdos míos, pero no le tengas miedo porque, sencillamente es un cobarde.