El día de la madre
Sin entrar en valoraciones sobre la conveniencia o no de la celebración de un día para cada cosa y cada cosa en su día, he de confesar que me agrada que, como cada año, la mañana del primer domingo de mayo me despierten los besos y achuchones de mis hijos, ansiosos por felicitar a su mamá. Por eso, hoy como madre que soy, vocacional, convencida, pero imperfecta, como todas, quisiera que mi particular día de la madre se transformara en el día de mis hijos, sencillamente porque ellos hicieron de mí una mamá, concediéndome, de esta forma, el privilegio de poder saborear, cada día, la esencia de la vida.
Nací en una década, la de los setenta, en una España matizada en grises que tenía aires de grandeza. Las mujeres de mi generación hemos asumido, casi como deuda social, un compromiso de independencia que pasa por lo profesional y lo personal. Eso ha hecho de nosotras, mujeres, esposas, profesionales, ejecutivas y madres, como si de una patología de personalidad se tratara. Todo en una y una para todo. Combinando los ingredientes con más o menos acierto, con más o menos éxitos y, por qué no decirlo, en ocasiones, con más o menos sentimiento de culpa. Pero, de todas aquellas cosas que como persona he sido capaz de hacer, y las que me quedan, que espero sean muchas, aquella que ha brillado con luz propia e incluso ha hecho sombra a las demás, ha sido ser mamá. Por eso, hoy Día de la Madre, es para mí el Día de Mis Hijos.
En el aprendizaje continuo que es la maternidad, no todo es fácil y bonito aunque mi balance final siempre ha sido positivo. He llorado, perdido la paciencia, me he desesperado, cuestionado, y hasta desilusionado, pero todo me ha enriquecido. Y eso perteneciendo al club de las madres afortunadas por tener hijos sanos, bien alimentados, vacunados, con acceso a una buena educación y sin mayor problema que el de la eterna búsqueda de la fórmula de la felicidad. Por eso, desde aquí, envío mi solidaridad para el resto de madres. Nuestra tarea, la de los padres en general, pasa por momentos de crisis. Hijos rebeldes, con problemas de actitud, situaciones de violencia y falta de valores ocupan con demasiada frecuencia, rozando lo cotidiano, las páginas y minutos de los medios de comunicación. Pero a mí me reconforta pensar que la mayoría de nuestros hijos viven sus conflictos, propios de cada edad, sin más complicaciones que las que tuvimos nosotros en su momento. Al fin y al cabo, alguien dijo que la juventud en una enfermedad que se cura con los años.
Todos mis esfuerzos por conseguir algo mejor para mí, siempre han sido esfuerzos por conseguirlo también para mis hijos. Ellos han sido siempre una inyección de voluntad, con mucha más fuerza que muchos de los criterios sociales, no exentos de hipocresía, que me ha tocado vivir. Muchas madres me comprenderán porque, casi todas, hemos tenido que elegir, ya que eso de la “conciliación” sólo es un concepto abstracto plasmado en una ley. En esos momentos mis hijos han sido mi satisfacción en sí mismos, sin esperar de ellos nada más que su propia existencia. Por eso, y por mucho más, que ni siquiera sabría expresar, les doy las gracias a mis hijos, a su padre y a todos los que, de una forma u otra, han permitido que, día a día, esta madre convencida y vocacional, sea también persona, con proyectos e ilusiones, sin tener que elegir, forzosamente, entre las dos condiciones.