El lenguaje de las ventanas

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De todo un poco...

Siempre he pensado que las ventanas son como los ojos de una casa. Ellas se encargan de comunicar el interior con el exterior, de la misma forma que nuestros ojos, nuestras miradas, libres de los filtros de la hipocresía, con frecuencia, dejan escapar mucho de nuestro yo más interno. Todos sabemos que los ojos son el espejo del alma pero yo más bien diría que nuestros ojos son las ventanas de nuestro espíritu. Por eso, cuando paseo por la calle me gusta fijar mi mirada en las ventanas de las casas y dar rienda suelta a mis conjeturas. Me gusta interpretar sus miradas que, con frecuencia, me cuentan mucho de sus inquilinos, mucho más de lo que pudiéramos imaginar.

 

 

Una ventana cuajada de flores, presumiendo de colores y frescura, con el descaro de la que se sabe bonita, suele ser la ventana de una familia feliz, que cuida el detalle y la importancia de una flor en su balcón, como el que cuida el detalle de decir “te quiero” cada día.

 

 

Sin embargo, la tristeza suele estar presente en las ventanas con sus persianas bajadas, como queriendo cerrar los ojos al mundo exterior, huyendo de todo lo que ocurre fuera para vivir instalado en el interior, respirando un aire viciado de olores. Y yo me pregunto qué secretos tendrá su morador y qué miedos vivirán con él.

 

 

Algo parecido despiertan en mí las ventanas con rejas. Como un perro con cadena, o un niño sin sonrisa. Ellas quieren pero no pueden porque no les dejan. Son miradas coartadas, amenazadas, temerosas. No en vano son las ventanas de las cárceles, las ventanas del “por si acaso”.

 

 

Pero si cuando miro lo que veo es un niño asomado o un gato curioso, siempre pienso que es la ventana de una casa acogedora, de un refugio donde la vida se asoma cada día, donde uno se siente cómodo y seguro y desde donde mirar el mundo se convierte en un pasatiempo en el que recrearse.

 

 

Y como todo en la vida, las ventanas también mueren. Son las ventanas tapiadas, aquellas que ya nada tienen que contar porque nada sucede. Suelen ser ventanas de casas viejas o derruidas que, en su momento, tuvieron su historia. Quizá en otro tiempo ellas también tuvieron sus flores o sus niños y sus gatos, tal vez hasta sus rejas, quién sabe, pero ahora, más que ventanas, parecen nichos que ni las gotas de lluvia eligen para deslizarse.

 

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