Un hombre cobarde

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De todo un poco...

Hace un tiempo conocí a un hombre cobarde. Era tan cobarde que la verdad le causaba pavor y el compromiso le provocaba pesadillas  Vivía en un mundo tremendamente injusto y él sabía que en ese mundo, tener la razón, era muy peligroso. Por eso, cuando se cometía una injusticia con alguien de su alrededor, siempre miraba hacia otro lado. En esos momentos le hubiera gustado ser ciego y sordo pero, como no lo era,  se conformaba con convertirse temporalmente en mudo e inmóvil,  porque nunca decía nada ni movía un dedo.

 

 

Un día, uno de esos días en los que miraba hacia otro lado, recibió una visita. Se presentó así, sin avisar, con equipaje como si pretendiera instalarse durante largo tiempo. No la había invitado nadie pero allí estaba, campando a sus anchas. Ni siquiera llamó al timbre porque esta visita,  la de una tal conciencia, entre otras habilidades tiene la de pasar a través de la gente incluso, cuentan los ancianos del lugar,  es capaz hasta de perforar  cerebros. Aquella visita no era agradable, resultaba realmente incómoda. Hasta ahora el hombre cobarde había vivido siempre sólo, sin principios, ni moral, ni más responsabilidades que su propia satisfacción y no terminaba de acostumbrarse a tener que pensar en algo más que no fuera su propia persona. Por eso intentó echarla por todos los medios. Bebió hasta perder el sentido, probó toda clase de drogas,  pero nada resultó. Allí estaba ella, día y noche, acomodada en sus pensamientos. Un día se levantó creyendo haber tenido una genial idea. Pensó que si corría muy rápido, mucho más de lo que corren los rumores, conseguiría dejar atrás  a su inquilina. Así que, respiró hondo, y echó a correr con todas sus fuerzas. Cuando le faltaba el aire y sus músculos ya no le respondían, paró para recuperarse. Fue entonces cuando se dio cuenta de que tanto esfuerzo había sido inútil porque, no sólo la conciencia continuaba allí, sino que, además, había llamado al compromiso y a la solidaridad.

 

 

Eso ya fue el colmo. Seguro que aquello era contagioso y se lo había pegado alguien de esos que piensan en los demás, últimamente había demasiados, así que decidió ir al médico. El diagnóstico del doctor fue tajante, la conciencia no tiene cura. Si le visita, nunca se marcha así que el tratamiento pasaba por aprender a convivir con ella, algo, por otra parte, tremendamente sencillo porque sólo hay que saber escucharla.

 

 

Aquello que para el médico parecía fácil, para el hombre cobarde era imposible. Él, que siempre miraba para otro lado, que ignoraba todo lo incómodo que ocurría a su alrededor, que era tan cobarde que nunca arriesgó nada por nadie, ni por piedad, ni por compasión, ni siquiera por amor ahora, ¿debía escuchar a la conciencia? La sola idea de pensarlo ya le producía un escalofrío. Escuchar a los demás siempre traía problemas.

 

 

Tras meditarlo un tiempo llegó a la conclusión de que no estaba dispuesto a sacrificar su estilo de vida, libre de problemas y ausencia de empatía,  así que decidió ignorarla y actuar como si no existiera.

 

 

El invierno siguiente fue duro. El periódico local publicó que el hombre cobarde había muerto. Le sobrevino un ataque de conciencia mientras dormía. Lo encontraron sólo, tal y como había vivido. No se le conocían amigos ni tampoco enemigos. Nadie extrañó su ausencia. A su entierro sólo acudió la soledad.

 

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