Monstruos

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Microcuentos

Los adultos siempre nos dicen que los monstruos no existen pero eso no es verdad. Muchos creen que son producto de nuestra imaginación porque, como ellos no son capaces de imaginar más allá de los planes del próximo fin de semana, no saben que una cosa es imaginar y otra muy distinta es creernos lo que inventamos. ¡Ni que fuéramos tontos! Yo tengo once años y me gusta imaginar que de repente me vuelvo tan ligera, tan ligera, que comienzo a flotar. Me tumbo en mi cama, con los brazos en cruz y las piernas un poco abiertas, cierro los ojos y me dejo llevar por esa sensación de peso pluma. Imagino que me elevo, voy subiendo, traspaso el techo de mi habitación y me cuelo en la habitación de mi vecino de arriba, un chaval raro que lleva pendientes en la ceja y la lengua y habla como si le pesaran las palabras en la boca. Me elevo y me elevo cada vez más y salgo al exterior por el patio del edificio donde las vecinas tienden la ropa, toda la ropa, hasta esas bragas que parecen paracaídas. Ese es el mejor momento de mi imaginado viaje. Como ya he alcanzado el cielo me puedo permitir el lujo de planear como un avión de acrobacias, pero sin ruido ni humo. A la derecha y a la izquierda, unos metros cayendo en picado y de nuevo hacia arriba. ¡Es fantástico! Si quiero, y puestos a imaginar,  toco las nubes con los dedos. La sorpresa viene cuando descubro que no es cierto que sean como de algodón, como dicen los mayores, sino de merengue, igualitas que como cuando mi abuela bate las claras con azúcar a punto de nieve, así que me las como. Y cuando ya me he cansado de estar por los aires comiendo merengue decido que es momento de volver a mi cama.

Pues bien, que yo imagine que atravieso las paredes y puedo volar así, sin más, no significa que yo realmente pueda hacerlo y me lo crea. Es sólo producto de mi imaginación, que puedo encender o apagar como la tele con el mando. Eso es lo que pasa con los monstruos, algunos los imaginamos pero otros existen de verdad.

Cuando yo era más pequeña mis padres me contaban cuentos de brujas, fantasmas y monstruos. Incluso me hice una colección de vídeos donde los protagonistas principales eran monstruos de peluche. Aquello sí que era increíble: un monstruo de color azul que vivía obsesionado por comer galletas y que se paseaba por un barrio donde ninguno de los vecinos se asombraba por verlo por allí. ¡Vamos, me imagino el grito de mi abuela si se encuentra a uno de esos en el mercado pidiéndole la vez! Esos sí eran producto de la imaginación.

Pero hay otros que son muy reales. No son azules, ni verdes, ni rojos, realmente no tienen ningún color, aunque si tuviera que pintarlos elegiría el gris, porque no me gusta nada. Tampoco son de peluche, ni de plástico, ni de cartón, porque no son de nada que se pueda tocar con las manos.

Un día mientras jugaba con la “play” y estaba a punto de pasar a la pantalla número tres, escuché un sonido casi mudo. Agudicé el oído como cuando alguien te sopla en un examen y tienes que prestarle mucha atención y me di cuenta de que aquel sonido era el de mi madre llorando. Bueno, realmente no lloraba, ahogaba su llanto en un pañuelo de papel que se llevaba a la boca y con el que se limpiaba las lágrimas. Estaba casi deshecho de tantas lágrimas que había limpiado y también muy arrugado por los apretujones que le daba. Desconecté el juego y me acerqué muy despacio, para que no me oyera. Estaba sentada en una banqueta frente a la mesa plegable de la cocina. Ella no se dio cuenta de que yo estaba allí, escondida detrás de la puerta que se encontraba entreabierta. Suspiraba y gemía porque creo que llevaba tanto tiempo llorando que ya no le quedaban lágrimas, así que, sólo gemía.

Mi madre es muy alegre y siempre está contenta. Cuando yo me enfado por algo o me pongo triste siempre sabe qué es lo que me tiene que decir. Me abraza, me dice lo mucho que me quiere y me prepara un recipiente de palomitas saladas, como a mí me gustan. Según mamá, comer palomitas es como comer alegría, porque todas juntas montan una fiesta en el estómago para celebrar que ya no son un grano de maíz. Siempre funciona. Al rato ya se me ha pasado el enfado o la tristeza y, a veces, ni siquiera me acuerdo de el porqué me encontraba así.

Mirándola allí sentada y triste, me dieron ganas de prepararle palomitas para que se las comiera, así que entré y le di un beso en la mejilla que aún estaba un poco mojada por las lágrimas. Ella me abrazó y me devolvió el beso y, sin decir ni media, puse en marcha el microondas para que sólo dos minutos fueran suficientes para cambiar su tristeza por alegría. Cuando le puse delante toda esa montaña de palomitas sonrió como si sólo su olor ya le estuviera haciendo efecto. Me sentó en sus rodillas y nos hinchamos a comer.

Ella no me dijo porqué lloraba, pero yo lo sé. Había visto un monstruo, uno de verdad. No sé si era un monstruo de la desidia, o el de la pena, o el monstruo de la injusticia, pero seguro que era cualquiera de ellos. Se había encontrado con él y le había hecho llorar. Suerte que estaba yo allí con las palomitas.

Si tú alguna vez te topas con alguno de esos monstruos en la vida y no tienes palomitas, recuerda que lo mejor que puedes hacer es no tenerle miedo. Muchas veces son tan cobardes que cuando ven que no te asustan, se largan. Y si no se van, plántales cara, ya verás cómo se hace tan chiquitito, tan chiquitito, que llegará un momento en que desaparezca. Pero, además de las palomitas hay otro antídoto para el mal de monstruos, uno que no necesita microondas porque siempre lo llevamos con nosotros, uno que no ocupa lugar y que no se compra, por eso siempre podemos echar mano de él. Contra los monstruos de la vida, busca siempre a alguien que te quiera, porque el amor puede con todos ellos. No lo olvides.

 

 

 

 

 

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