Y de repente...
Y de repente me quedé afónica de tanto repetirte lo que soy, lo que me gusta y lo que te quiero. Y yo gritaba, a veces susurraba o, simplemente, repetía la letanía de quien mendiga amor. Pero debe ser que estabas sordo o, tal vez, que mis palabras eran demasiado necias para tus oídos, porque sólo el eco me dio respuesta y así, de repente, me encontré hablando conmigo misma.
Y de repente pasé de ser ciega a ser miope. Comencé a apreciar en ti los defectos que el amor difuminaba. No es que fueran irreparables, qué va, pero descubrirlos así, de golpe, cuando te creí perfecto, me dejó trastornada. Cuando quise cambiarte ya había perdido el ticket de compra y tuve que acostumbrarme a tenerte.
Y de repente sentí frío en pleno agosto. No era cosa del cambio climático, ni de una tormenta de verano, refrescante y pasajera. Era un frío de noche, de esos que te hacen acurrucarte y se te mete en los huesos. Y de repente pasó a mi corazón.
Y de repente me sentí sola cuando te sentabas a mi lado y aliviada cuando no. En tu ausencia encontré cobijo y en tu presencia desasosiego. Y de repente quise escapar.
Y de repente dije que no, cuando siempre había dicho que sí. Y no entendiste mi mensaje porque para ti era como hablarte en un idioma que no querías aprender. Dije no tantas veces, con mi voz, con mis ojos, con mis manos, que así, de repente me sentí libre y comprendí entonces que había sido prisionera.
Y de repente me salieron alas y reuní el valor para probarlas. Me lancé al vacío sin mirar abajo y desplegué mis deseos, no los tuyos, hasta conseguir aterrizar. Sí, fue difícil y hasta algo accidentado, pero ahí está la gracia. Sobreviví.
Y así, sola, de repente, me encontré con los pies en la tierra, la mirada en el cielo y hablando, como un nativo, el idioma de la autoestima. Aquel día, en aquel mismo instante, así, de repente, me di cuenta de que me había echado de menos y me alegré de verme después de tanto tiempo.