La historia de Doña Prudencia y sus hijos
Doña Prudencia era muy madrugadora, siempre era la primera en levantarse en aquella ciudad llamada Caos. Preparaba café y lo disponía todo para que el día resultara perfecto. “A quien madruga Dios le ayuda”, pensaba ella, pero la ayuda de Dios, aunque bien recibida, no siempre evitaba las trastadas de sus hijos, Presumida, la niña mayor, y Engreído, el más pequeño.
Doña Prudencia era viuda. Su fugaz matrimonio con Don Sentido Común duró tan sólo cinco años. El Sr. Sentido Común murió repentinamente de un raro ataque de osadía. Los médicos no pudieron hacer nada por su vida porque Don Sentido Común nunca se vacunó contra el atrevimiento y por ello fue una víctima fácil.
Desde que enviudó, Doña Prudencia se dedicó a criar y educar en solitario a sus dos hijos. Era una madre entregada y muy, muy precavida. En verano utilizaba siempre protector solar con factor 70 para evitar las quemaduras. En invierno no faltaban a clase con, al menos, dos camisetas de felpa para evitar el frío. Presumida y Engreído crecieron con los discursos de su madre indicándoles que no debían hablar con los desconocidos ni fiarse de nadie. Ni una palabra más alta que otra y siempre dar las gracias y, por supuesto, nada de juntarse con esos niños de la calle, los hijos de Vanidad y Soberbia, dos vecinas chismosas que se creían más que nadie en el barrio.
Pero Presumida y Engreído no eran como su madre, ni tampoco como su padre. Los años pasaron y crecieron alimentando el deseo de una vida con más glamour que la que su madre les estaba ofreciendo. Así que, el último domingo de abril, cercano al día de la madre, hicieron las maletas y decidieron marcharse para conocer mundo.
Visitaron ciudades de ensueño y lugares maravillosos. Se alimentaron de algo estupendo llamado ego y bebieron hasta emborracharse litros y litros de lujuria. Vistieron ropas de marca, perfumes caros y joyas que hasta el momento sólo habían visto en las revistas. Cuando el dinero se les acabó, decidieron pagar toda aquella vida con dignidad porque, para ellos, cualquier precio merecía la pena con tal de no perder su nuevo estatus social.
Doña Prudencia, preocupada, los buscó y los buscó sin mayor éxito que seguir el rastro de la inconsciencia que sus hijos iban dejando a su paso, pero siempre llegaba tarde hasta que, Don Consejo, un viejo amigo de toda la vida, le dijo que espera en casa porque tarde o temprano sus hijos volverían.
Doña Prudencia le hizo caso y se limitó a esperar el regreso de sus criaturas, sufriendo por la incertidumbre de no tener noticias y por la impotencia de su situación. Pero sus hijos no llegaron nunca. Don Consejo se equivocó. Doña Prudencia descubrió, abatida, un día charlando con la Sra. Memoria, que no era la primera vez el viejo Don Consejo erraba en sus recomendaciones y que todo el mundo lo consideraba un loco que nunca hacía lo que predicaba.
Así que Doña Prudencia se fue marchitando hasta que murió acompañada de su vecina la Sra. Tristeza. Nada se volvió a saber de Presumida y Engreído, ni siquiera acudieron al entierro de su madre, hasta que, años más tarde, una noticia en el diario local decía así: “Mueren dos jóvenes hermanos víctimas de la banda del Engaño”