ZOE

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Fotografía: Francesca Woodman  

Te cuento una historia

 

La enfermera me dijo que no era necesario que pasara por eso. Que ya había sufrido bastante. Lo dijo con la voz convencida. ¿Acaso podía medir ella el grado de sufrimiento? ¿Tenía un aparato capaz de cuantificarlo? Como el termómetro con la temperatura o el tensiómetro para la presión arterial… mucho, poco, demasiado, bastante.

Sufrimiento.

Extendió la mano y me ofreció una pastilla.

- Anda, no lo pienses más y tómatela.

La acompañó con una sonrisa lastimera y un vaso de plástico medio lleno de agua. ¿O estaba medio vacío? No lo recuerdo bien. Pero yo no me la tomé. Necesitaba pasar por eso. Quería pasar por eso. Llorarle por mis pechos que aún tenían líquido que derramar y darle así un descanso a mis ojos, secos y yermos, como mi vientre recién parido.

Y sucedió tal y como ella dijo, como manda la madre naturaleza. Tan sabia y tan torpe al mismo tiempo. La vida necesitó tan sólo de unas pocas horas para seguir su curso sin importarle lo que hubiera podido ocurrirme. Lo que hubiera podido ocurrirle. Mis pezones crecieron y se oscurecieron. Mis pechos tensaron la piel hasta dolerme. Estaban calientes y llenos de leche, y las gotas que se escaparon me empaparon la ropa interior y la camiseta, dibujando círculos con un tenue aroma dulzón que terminaba por amargar y descomponerse.

Esa fue la primera vez que eché en falta un llanto agudo, lastimero y hambriento. Un bebé reclamando despóticamente su comida. Pero de nuevo me ahogó el silencio.

Es curioso. Ni siquiera en el momento del parto pensé en ello. El silencio lo dijo todo. El silencio del niño muerto, el silencio martilleando las sienes del médico angustiado, el silencio pesado de la comadrona moviéndose de aquí para allá, mi propio silencio extenuado por el esfuerzo… ¿Cómo es posible que se pueda echar en falta el llanto de alguien? Lo es. Es posible. Mucho más que la risa. Pero entonces yo todavía no lo sabía.

- No puedes seguir así, - me dijo el médico dos días más tarde. - Podrías enfermar.

Me cogió la mano para hablarme. Las suyas estaban frías. Eran bonitas pero frías, como sus palabras: “Vuelve a intentarlo. Eres joven, puedes tener más hijos”.

Más hijos.

Otro hijo.

Ese hijo.

Mi hijo…

¿Acaso no entendía la diferencia? ¿Qué le ocurría? Se lo hubiera gritado, pero no dije nada. De nuevo el silencio. Seguí llorando lágrimas de leche en un llanto tibio y dulce, sin importarme nada más que derramarme sin control.

Entonces deslizó un folleto sobre la mesa, casi furtivamente, como si lo colara por debajo de la puerta en mitad de la noche. Supongo que temió mi reacción.

-¿Madres de leche? - Leí en voz alta las letras magenta.

-Amamantar a otros niños. La mayoría prematuros cuyas madres no pueden hacerlo. La leche materna es la mejor medicina para ellos.

Madres con leche y sin niño. Niños con madres sin leche. La vida podía ser muy irónica, pensé.

Las incubadoras se me antojaron pequeños ataúdes de cristal con cuerpecitos inmóviles que apenas agitaban el pecho, arriba y abajo, en una respiración artificial. Una sala llena de incubadoras. Una morgue repleta de diminutos cadáveres vivientes en plena batalla por existir. Sonaba música clásica de fondo, como en la antesala del cielo, y todos hablaban en voz baja como si contaran secretos.

- Ponte cómoda. – Me sonrió una joven.

Me colocó una almohada a la altura de los riñones. Después me ayudó a desnudar mi pecho derecho. Lo palpó como si fuera una fruta del mercado y una lágrima de leche goteó sobre su mano. Entonces volvió a sonreír.

- No sabes lo bien que le va a venir a Zoe.

Apenas era un trozo de carne. Tenía un antifaz en los ojos y un gorro de punto de color rosa. La colocó sobre mi vientre, con cuidado pero resuelta. Acomodando también los cables que la sujetaban al mundo. De debajo de la manta asomaron unas manos dibujadas con la perfección de un miniaturista. Era violácea. Encajaba a la perfección entre mis pechos como una pieza de puzle. No lloró. Emitió un gemido felino por toda respuesta a mis miedos.

- Setecientos gramos. – Dijo la joven a las preguntas no formuladas. Otra vez el silencio se apoderó de mí. – Un milagro, sin duda. El hombre que la encontró la confundió con un gato en una caja de zapatos dentro de un contenedor. – Aguanté la respiración. Mis pechos se derramaron de la emoción. La presentían. La joven frunció el ceño. – Y luego nos llamamos seres racionales. Tirada a la basura…como un desperdicio.

Con el dedo meñique le abrió la boca a Zoe, como un pájaro. Como si lo hubiera hecho mil veces antes, sustituyó su dedo por mi puntiagudo pezón, casi sin darme cuenta, y lo sentí acompañado por primera vez en mucho tiempo.

- Desabróchate la camisa. Necesita sentir tu piel. – Obedecí.

Mi piel.

Su piel.

Piel con piel.

Me ericé.

Tuve frío. Sentí miedo. Pena por ser otra boca la que succionara mi pecho. Gozo por lo que estaba sintiendo. Culpa por sentirlo. No sé por qué, pero lloré. Tal vez de tristeza o de alegría, no sabría decirlo con seguridad. Tal vez por ambas cosas a la vez…

- Le gustas.

La boca de Zoe se aferró a mi pecho como un náufrago a un salvavidas. Acompasada, succionó la leche de otro, de la madre de otro, y la hizo suya por derecho. Había llegado para quedarse.

- Mira cómo mama… saldrá adelante. ¿Sabes por qué se llama Zoe? – negué con la cabeza. – Porque significa “llena de vida”. Lo eligió el doctor de la unidad de emergencia que la recogió. – La miré y pude sentir su fuerza. Una energía que me invadió. - Puedes cantarle si quieres. O háblale, les gusta mucho.

Y nos dejó a solas. Zoe y yo. Ella llena de vida y yo hueca por dentro. Mi vacío y su presencia. Tanto por llenar y tan poco espacio. Le hablé mientras me derramaba dentro de ella. Gota a gota. Sin prisas. Le hablé bajito. Un susurro. Una caricia con la voz. Nuestro secreto. Le conté lo sucedido con mi pequeño y ella escuchó sin dejar de vaciarme hasta que se durmió sin soltar mi pezón, anclada a mí, y la joven volvió.

- No hace falta que vengas todos los días. Puedes sacártela con el sacaleches y se la daremos con el biberón.

Pero fui todos los días, a todas horas. Sentí celos de otros pechos prestados que pudieran amamantarla, de la leche de otra, de la sustituta de la madre sustituta. Y Zoe aprendió con rapidez a buscar mi piel con su olfato, como un animal, con los ojos tapados por aquel antifaz. Se acostumbró a mi voz y mis pezones se acostumbraron a la forma de su boca.

Cuando estuvo lista, semanas después, le quitaron el antifaz y pude ver sus ojos. Eran grises como una noche estrellada que tiene la certeza de que siempre amanece. Serenos. Casi diría que sabios, a pesar de no haber visto el mundo. Me miró y yo sonreí. No recordaba la última vez que lo había hecho. Estrené sonrisa para ella.

- No te encariñes. – Me dijo la joven. – Lo pasarás mal cuando se marche.

Querer no quererla era imposible. Dar órdenes al corazón no era mi fuerte. Y pude volver a sentir la ausencia. Anticiparla. La presentí rondándome, carroñera, esperando su momento, frotándose las manos con perversa avidez, sabiéndose ganadora y yo reincidente.

- ¿Qué pasará con ella? – Pregunté.

- En cuanto el médico le dé el alta pasará a manos de los servicios sociales. Con suerte le encontrarán un buen hogar en adopción. Pero mientras sigas teniendo leche, habrá otros niños a los que alimentar, no te preocupes.

Siete meses después de que alguien la encontrara dentro de una caja de zapatos en un contenedor de basura, Zoe estaba lista para salir al mundo. Preparada para formar parte del sistema. El mismo sistema que había decidido que dejara de verme, que dejara de olerme, que dejara de beber mi leche. Y lo supe. Supe que debía hacerlo. Porque esta vez podía hacer algo. Y lo hice.

Desde entonces me buscan pero yo ya no estoy, tampoco Zoe. Nos marchamos para ser. Perdernos para encontrarnos. He visto muchas veces carteles con mi fotografía en las estaciones de tren, en los aeropuertos y en los periódicos. Últimamente amarillean y pegan otros encima. También he salido en las noticias. Durante un tiempo hablaron de mí casi a diario. En un programa de televisión un psiquiatra hizo un perfil de mi estado mental. Todos dicen que estoy loca. Que soy una mujer trastornada que un día perdió a su bebé y no pudo superarlo. O no supo. O no quiso. Que he perdido el juicio. Creen conocerme. Los más crueles ni siquiera sienten compasión. Son incapaces de hacerlo. Parlotean sobre mi vida como si les importara. Se refieren a mí como esa pervertida que un día robó una niña de una incubadora creyendo que era suya. Una loca.

Hace cinco años ya que estamos lejos de todos ellos. Ya sólo somos un puñado de artículos en una hemeroteca. Un pequeño apartado de una historia que sucedió un día. El vago recuerdo de un suceso que ya no merece minutos en las noticias. Porque la vida continúa. Siempre lo hace y lo deja todo atrás. Todo sigue su curso. En una única dirección. Hacia delante.

Cada noche, antes de ir a la cama, la pequeña Zoe me pide que le cuente la historia de la niña miniatura que maullaba como un gato porque no sabía llorar. Es su preferida. Se la sabe de memoria, pero no parece cansarse de escucharla, pegada a mis pechos.

Piel con piel.

Mi piel.

Su piel.

Nuestra piel.

- Cuéntame otra historia. Por favor, por favor…

Entonces yo le cuento la historia que le conté en un susurro la primera vez que la vi. La de aquella mamá vacía que lloró lágrimas de leche en la boca de la niña miniatura. Y las dos se encontraron. Cruzaron sus caminos un día para seguir caminando juntas.

- ¿Y vivieron felices para siempre?

- Sí, lo hicieron.

- Te quiero mamá.

- Y yo a ti mi pequeña Zoe. Colorín colorado…

Cada noche, cuando la luz del cuarto de Zoe se apaga, se escucha a los gatos maullar rasgando el silencio, hasta que pasa el camión de la basura.

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