Los gatos de la escritora
No es que fuera solitaria, simplemente le gustaba el silencio, por eso prefería los gatos a los perros, son más hacia dentro pero, no por ello menos sentidos. El bullicio, el estruendo de la calle, el griterío de los niños en el patio del colegio, todo eso lo escuchaba desde la ventana, como una observadora indiscreta que no pierde detalle de una realidad paralela.
A veces tenía algo de complejo de metomentodo, su naturaleza observadora le hacía no perderse detalle, ni el más mínimo, de todo lo que a su alrededor acontecía. La mirada del repartidor de butano y su ensordecedora voz en grito hablando con las vecinas de la calle, los conductores airados increpando en los atascos, el llanto del niño pequeño camino del colegio, las conversaciones de negocios de los ejecutivos que hablaban por el móvil, nada se le escapaba, porque todo podía contener una interesante historia que escribir.
- ¡La de historias que hay esperando a ser escritas! - se decía, - sólo hay que saber escucharlas, entenderlas y prestarles un poquito de atención.
Su soledad era tan sólo un espejismo, era una soledad acompañada, una de esas paradojas de la vida, una contradicción de lo más coherente. Frente a la pantalla en blanco de su ordenador, la misma que esperaba con avidez las pinceladas de la inspiración, la escritora nunca estaba sola, sin estar acompañada. Su compulsivo teclear y su mirada ida, eran seguidos con curiosidad por unos ojos azules, los de su gata Luna, y otros de color miel, los de su gato Pancho. Esas miradas, parecían a su vez ser las que observaran a la observadora, como si los gatos pretendieran después escribir una historia sobre la escritora, como sí ellos fueran realmente el último eslabón de la cadena y no ella.
Asomada a la mirada de sus felinos, hiciera frío o calor, fueran cinco minutos de trabajo o largas horas, la escritora siempre pensó que tras las cuatro patas y el sedoso pelo que recubría sus cuerpos, aquellos gatos guardaban un secreto que nunca alcanzaría a descubrir. Sus miradas se cruzaban cientos de veces al día, y en el idioma universal de los sentimientos, se comprendían y entendía sus mensajes, mucho más que con algunas personas.
Pero el misterio nunca fue resuelto, la observadora observada jamás supo qué historias de humanos guardaban las miradas enigmáticas de sus gatos y tuvo que aprender a conformarse con jugar a imaginarlas. Tal vez algún día los gatos aprendan a hablar o a teclear en un ordenador y nos cuenten la verdadera historia de esa escritora a la que observaron.