La luz

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De todo un poco...

Si estar en penumbra es vivir en ausencia de la luz, yo estuve en penumbra una larga temporada. Un día, al despertar sin amanecer una mañana, decidí ir en busca de la luz que me rescatara de las tinieblas.


Tanteé con la mano hasta dar con un interruptor y encendí una bombilla. En aquel instante un intenso pero efímero destello me dejó ciega. Su fino y frágil filamento estalló ante mis ojos y volví a una oscuridad impuesta, pero donde parecía sentirme cada vez más cómoda. El ser humano se acostumbra a todo, incluso a mirar en la oscuridad porque no siempre mirar significa ver.

Pero echaba en falta lo que en otro tiempo había conocido. Los colores, el sol, el brillo del mar, la luna llena, las miradas, los guiños matutinos de la escarcha… por eso no desistí en mi empeño y busqué y rebusqué en le cajón de los trastos, hasta encontrar otra bombilla, esta vez  de bajo consumo. Mi sorpresa fue que la rosca no era válida para mi lámpara y paradójicamente, a pesar de tener bombilla y lámpara, seguía estando a oscuras.

Recordé entonces que cuando era niña y se iba la electricidad, mi madre siempre encontraba una vela  para alumbrarnos, contábamos historias de miedo y nuestras miradas se iluminaban de tal forma que ni siquiera hubiéramos necesitado las velas. Una madre siempre brilla con luz propia.

Así que volví a rebuscar hasta encontrar lo más parecido a un cirio, las velas de mi pasado cumpleaños, trasnochadas y medio consumidas por el fuego que  trajeron a mi memoria chispazos de otos tiempos y el dulce del merengue de pasteles de otras vidas en esta misma. Pero las velas necesitan de una llama para encenderse, al igual que una bombilla necesita de una lámpara y ésta de un interruptor y yo no tenía chispa que encendiera mis pasadas y gastadas velas de cumpleaños.

Empezaba a desesperarme y a aceptar la posibilidad de tener que vivir en las tinieblas el resto de mi vida, sin sombra de mí misma, sin reflejo en el espejo, sin escarcha ni arcoiris. Y cuando la desesperación parecía atisbar un triunfo en mi interior, cerré los ojos y la luz se hizo.

Pequeños haces de luz se colaban por las rendijas de la persiana de mi corazón. Eran luces furtivas en donde flotaban juguetonas las motas de polvo. Entonces lo comprendí todo, como si un interruptor interior se hubiera accionado automáticamente.  Me di cuenta de que siempre la luz es más grande que la oscuridad, siempre es más inmensa, siempre más burlona. Sólo tuve que levantar al completo las persianas para que esa intensa luz blanca me invadiera por completo. Me emborraché de luz y me iluminé como una bombilla de alto voltaje. Había encontrado dentro mí, la luz que buscaba fuera. Continuaba con los ojos cerrados, pero ahora tenía el corazón abierto, con sus persianas bien alzadas, sin miedo a fundirme o a no tener una rosca adecuada para mi bombilla. Sin necesidad de viejas velas consumidas por los recuerdos, ni enchufes, ni cerillas. Brillando con luz propia.

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